01.11.2021. Mogón – Villacarrillo

Invitación a la santidad
(Ap 7,2-3.9-14; 1Jn 3,1-3; Mt 5,1-12)
Un niño paseaba un día por un cementerio con su abuelo. Desconcertado por las lápidas, le preguntó a su abuelo. Su abuelo le dijo: “Esta gente vivía en esas casas. Luego Dios les llamó y ahora viven en la casa de Dios”. El niño dijo: “Y aquí es donde dejaron su ropa”. ¿Qué mejor manera de explicar el paso de esta vida a la siguiente?
Hoy celebramos a estos hombres y mujeres que vivían en esta casa mortal pero que han sido llamados por Dios a su casa inmortal en el cielo. La fiesta de Todos los Santos se llama también la fiesta de todos los santificados o de todas las personas santas. La palabra “Hallowed” viene de la palabra “Holy” que significa “separar”. El origen de la palabra se remonta a una palabra antigua que significa “cortar”. Ser santo, por tanto, es estar por encima de la norma, ser superior, ser extraordinario.
En este día de fiesta, se nos pide que recordemos que todos estamos llamados a ser santos al reflexionar sobre la vida de los grandes héroes de nuestra fe. Según el Catecismo de la Iglesia Católica, “todos los cristianos, en cualquier estado o camino de la vida, están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección de la caridad. Todos están llamados a la santidad: Sed perfectos, como vuestro padre celestial es perfecto” (CIC 2013). La celebración de hoy despierta en nosotros el anhelo de disfrutar de la compañía de los santos. Anhelamos participar en la ciudadanía del cielo, habitar con los espíritus de los bienaventurados, unirnos a la asamblea de los patriarcas, a las filas de los profetas, al consejo de los apóstoles y a los coros de los ángeles.
La experiencia de la Iglesia muestra que toda forma de santidad, aunque siga caminos diferentes, pasa siempre por el Camino de la Cruz, el camino de la abnegación. Las biografías de los santos describen a hombres y mujeres que, dóciles al designio divino, afrontaron a veces pruebas y sufrimientos indecibles, persecuciones y martirios. Perseveraron en su compromiso: “han salido de la gran tribulación”, como dice la primera lectura, “han lavado sus ropas y las han emblanquecido en la sangre del Cordero.” Y ahora, marcados con el sello, sus nombres están escritos en el libro de la vida (cf. Ap 20, 12) y el Cielo es su morada eterna.
El ejemplo de los santos nos anima a seguir sus mismas huellas y a experimentar la alegría de los que confían en Dios, pues la única causa verdadera de tristeza e infelicidad para los hombres es vivir lejos de Él. La santidad exige un esfuerzo constante, pero es posible para todos porque, más que un esfuerzo humano, es ante todo un don de Dios, quien es tres veces Santo (cf. Is 6, 3). En la segunda lectura, el apóstol Juan señala: “Mirad qué amor nos ha dado el Padre para que seamos llamados hijos de Dios; y así lo somos” (1Jn 3, 1).
Esta gran solemnidad nos llama de manera especial a dirigir nuestra mirada al cielo y a recordar que todos estamos llamados a ser santos. La santidad no consiste en lo que se hace, sino en el amor con que se hace. La santidad es, en realidad, la perfección de la fe, la esperanza y la participación en la propia naturaleza de Dios, que es amor (1 Juan 4:8). Estamos hablando de un tipo especial de amor, el amor que se entrega libremente a otro, que incluso deja sus propias prioridades, intereses y la propia vida, por otro.
Por eso, en el evangelio de hoy, Jesús no comenzó este importante sermón con una crítica negativa a los escribas y fariseos. Comenzó con un énfasis positivo en el carácter justo y las bendiciones que trae a la vida del creyente. Los fariseos enseñaban que la santidad era algo externo, una cuestión de obedecer reglas y reglamentos. La rectitud podía medirse rezando, dando, ayunando, etc. En las Bienaventuranzas y en las imágenes del creyente, Jesús describió el carácter cristiano que fluía desde el interior.
Con la bienaventuranza, Jesús comienza una hermosa instrucción sobre cómo vivir la vida de un santo. Como dice el Papa Benedicto, las bienaventuranzas son un retrato de lo que todos nosotros deberíamos aspirar. Los santos son las personas que se sabían pobres espiritualmente. Sabían que eran pecadores y han demostrado que cualquier pecador puede ser santo. Como Dios es puro, para poder verlo debemos, como los santos, tener las manos limpias y el corazón puro.
La llamada a la santidad no significa que debas huir del mundo, sino que debes santificar el mundo con tu vida de auténtico testimonio cristiano. ¿Qué hace falta para ser santo? Como dirá Robert Lax, “todo lo que se necesita para ser santo es querer serlo.” Lo que celebramos hoy es nuestra esperanza de llegar a ser santos, porque ellos son la fuente de desafío y estímulo para nosotros. Si ellos pueden, nosotros también.