24.03.2024 – Iznatoraf – Villanueva del Arzobispo (Jaén)

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Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?

Isaías 50,4-7, Salmo 22, Fil 2,5-11, Marcos 14,1-15,47

Hoy, después de haber escuchado el relato de la Pasión, no es necesario volver sobre los acontecimientos descritos. Pero conviene recordar que Cristo no fue ajeno a las privaciones y sufrimientos mucho antes del último día de su vida. A pesar de su compasión por todos los que acudían a él, se encontró con el odio y el rechazo, en particular de fariseos y sacerdotes, que planeaban matarlo. Este rechazo y el odio dolaba mucho a Jesús.

Hay una gran hostilidad en la historia que acabamos de escuchar, toda ella dirigida contra Jesús. Está la hostilidad de los sumos sacerdotes, de los soldados romanos, de los que pasaban y se mofaban mientras colgaba de la cruz. Junto a la hostilidad de los que rechazaron a Jesús, está el fracaso de los que habían estado más cerca de él. Todos sus discípulos le abandonaron y huyeron; Judas le traicionó y Pedro le negó públicamente. Sin embargo, hubo algunas personas que respondieron a Jesús en aquella hora oscura con fidelidad y nobleza. Estaba la mujer anónima que, en un gesto extravagante de amor y respeto, ungió la cabeza de Jesús. También el centurión romano, que contempló la muerte de Jesús y exclamó: “Este hombre es hijo de Dios.” José de Arimatea dio el valiente paso de acudir a Pilato para asegurarse de que Jesús tuviera un entierro digno. Las discípulas, que miraban desde lejos, se dieron cuenta de dónde estaba enterrado Jesús y se fueron a preparar especias para ungir su cuerpo lo antes posible. Todas estas personas, hombres y mujeres, vieron a Jesús con ojos de fe y amor.  

La historia que acabamos de escuchar nos invita a identificarnos con aquellos que vieron a Jesús con los ojos de la fe y del amor, que reconocieron la luz de Dios en la oscuridad de la pasión y muerte de Jesús. Cuando miramos la pasión y la muerte de Jesús con esos ojos, vemos un amor divino que es más fuerte que el pecado, una luz divina que brilla en todas nuestras tinieblas, un poder divino que saca vida nueva de todas nuestras muertes, una pobreza divina que nos enriquece en lo más profundo de nuestro ser.

Hemos escuchado la historia del último viaje de Jesús contada en diez minutos. Esta Semana Santa, la Iglesia nos invita a recorrer ese viaje a un ritmo mucho más lento, día a día, por así decirlo. Se nos invita a adentrarnos en ese viaje con los ojos de la mujer de la unción, el centurión, José de Arimatea y el grupo de mujeres fieles. Miramos bajo la superficie de lo que sucede, escuchamos profundamente todo lo que ocurre, para reconocer al buen Pastor que dio su vida por todos nosotros, para que tengamos vida y la tengamos en abundancia.

“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” – en este grito final de Jesús al morir en la Cruz, Jesús une la humanidad con todos los que sufren en nuestro mundo y, desesperados y angustiados, sienten el abandono incluso de Dios. Llega un momento en que nuestra fe se verá críticamente desafiada en esta vida, igual que la de Pedro. A los discípulos, Jesús les dijo: “Todos vosotros veréis sacudida vuestra fe, porque está escrito: Heriré al pastor, y se dispersarán las ovejas…” (Mc.14:27). La prueba podría venir a través del sufrimiento, la pobreza, el dolor, la soledad, el abandono o la oportunidad de ganancias mundanas que podrían comprometer nuestra fe y nuestra moral. La fe de Jesús fue puesta a prueba, pero no se tambaleó (v. 29). Como el “siervo sufriente,” se enfrentó a todo tipo de pruebas, pero se mantuvo firme (Is 50:4-7) hasta la vergonzosa muerte en cruz (Fil 2:8). Pero al final llegó la gloria inimaginable.

Porque al final Dios respondió con la Resurrección de su hijo – lo que significa que Dios no nos ha abandonado incluso en nuestras peores situaciones de vida. Dios refrescará nuestros corazones y almas rotas. Confiemos en Dios, que devolvió la vida a su hijo, para que nos devuelva la novedad y la frescura después de las tormentas y los contratiempos mientras caminamos por este valle de lágrimas. Quédate con nosotros, Señor, cuando nuestra fe se tambalee, para que permanezcamos firmes hasta el final, cuando compartiremos eternamente tu gloria.