17.03.2024 – Villanueva del Arzobispo – Iznatoraf (Jaén)

Una nueva alianza

Jer 31, 31-34, Sal 51, Hebreos 5, 7-10, Juan 12, 20-33

Hoy celebramos el quinto domingo de Cuaresma. La Semana Santa está ya más cerca. Todas las lecturas pretenden prepararnos para lo que nos espera. En la primera lectura de hoy nos encontramos con la palabra alianza, una palabra muy familiar en la tradición bíblica. Dios es un hacedor de alianzas que atrae hacia sí a hombres y mujeres en un vínculo de paz y amistad. Dios estableció una alianza con su pueblo cuando lo liberó de la esclavitud en Egipto y lo llevó a su monte sagrado del Sinaí. “Yo seré tu Dios y tú serás mi pueblo” (Éxodo 6:7; Levítico 26:12). Pero su pueblo rompió una y otra vez el pacto con él y no siguió sus caminos (Jeremías 31:32) – “cada uno hizo lo que le pareció bien” (Jueces 17:26 y 21:25). No obstante, Dios siguió enviando a sus profetas para que hicieran volver a su pueblo.

Cuando el profeta Jeremías fue enviado a los exiliados para ofrecerles un mensaje de esperanza y restauración, habló de una nueva alianza que superaría el anterior que Dios había hecho. Dios tenía la intención de establecer una nueva alianza y eterno que borraría los pecados de su pueblo y abriría el camino al trono de misericordia y gracia de Dios (su favor y bendición inmerecidos). Este nuevo pacto se sellaría con la sangre del sacrificio perfecto que Jesús ofrecería al Padre al morir en la cruz para expiar nuestros pecados. Al comienzo del ministerio de Jesús, Juan el Bautista señaló proféticamente a Jesús como el “Cordero de Dios que quita el pecado del mundo” (Juan 1:29). Jesús, el Hijo unigénito de Dios, fue enviado desde el Padre celestial para hacerse hombre por nosotros, a fin de poder ofrecer como hombre el único sacrificio perfecto que nos uniría a Dios y nos daría la vida eterna. Y en la noche antes de su pasión tomando el cáliz decía “Esta es mi sangre de la nueva alianza, que es derramada por muchos.” (Mc 14:24).

En el evangelio de hoy, leemos que poco antes de la fiesta judía de la Pascua, Jesús anunció a sus discípulos que “ha llegado la hora de que el Hijo del hombre sea glorificado” (Juan 12:23). También anunció a sus seguidores que cuando “fuera levantado de la tierra, atraería a todos hacia sí” (Juan 12:32). También utilizó la analogía del “grano de trigo” para mostrar cómo Dios saca vida de la muerte y buenos frutos a través de la paciencia y el sufrimiento. Refiriéndose obviamente a su propia muerte salvífica en la cruz. Todas estas analogías, a la vez que nos remiten a la pasión, el sufrimiento y la muerte de Jesús, también nos enseñan que podemos obtener la vida eterna si estamos dispuestos a sacrificar nuestras vidas por el bien de los demás. Todos sabemos que las semillas por sí mismas carecen de valor y de vida. Sólo cuando se destruye la semilla enterrándola en la tierra, puede resucitar y dar fruto. Estamos invitados a ser semillas sembradas para dar vida al mundo. Nos convertimos en semillas sembradas a través de la abnegación, el desinterés y la caridad fraterna.

La segunda lectura de la Carta a los Hebreos nos recuerda a todos el sufrimiento que padeció Jesús desde aquella famosa noche en el huerto de Getsemaní hasta la tarde en el Calvario. Su sufrimiento se convirtió en fuente de salvación para toda la humanidad. Cada celebración eucarística es una invitación a valorar y apreciar lo que Cristo hizo por nosotros en el Calvario a través de nuestra conversión interior y nuestra caridad. En estos últimos días de Cuaresma, cantamos humildemente con el salmista: “Ten piedad de mí, oh Dios, en tu bondad; en la grandeza de tu compasión borra mi culpa. Lávame a fondo de mi culpa y límpiame de mi pecado.” Amen. Así sea.