03.04.2022 Mogón – Iznatoraf – Villanueva del Arzobispo

Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más
Isaías 43,16-21, Salmo 125, Filipenses 3,8-14, Juan 8,1-11
Las palabras de Jesús a la mujer sorprendida en el acto de adulterio en el evangelio están llenas de muchos significados y podría decirse que resumen lo esencial de la liturgia de hoy. En esta declaración, encontramos el pasado, el presente y el futuro entrelazados. El estado de pecado pasado es perdonado, para que podamos empezar de nuevo y esforzarnos por ser mejores en el futuro. Estos son los tres momentos esenciales del sacramento de la reconciliación a los que nos llama el tiempo de Cuaresma. En el confesionario, reconocemos nuestras desviaciones pasadas, pedimos perdón por los pecados de ayer. En la oración de absolución, el sacerdote actuando in persona Christi dice “por el ministerio de la Iglesia, te conceda el perdón y la paz, y yo te absuelvo…” Dios no nos condena. Nos absuelve. Nos cura y limpia de nuestras heridas y suciedades pasadas. Toda confesión verdadera termina con la resolución de no volver a pecar, la resolución de evitar las ocasiones que nos llevan a pecar, la resolución de ser mejores a partir de ahora. Es un eco de las palabras de Jesús a la mujer: “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.”
¿Cuándo fue tu última confesión? ¿No te gustaría escuchar a Jesús repitiendo esas mismas palabras? “Tampoco yo te condeno. Anda, y en adelante no peques más.” La satisfacción, la paz interior y el alivio que experimentó aquella mujer después de escuchar esas palabras es exactamente lo que siente y experimenta un verdadero penitente después de una buena confesión. Una verdadera y buena confesión es la que sale de un corazón penitente y contrito, sin reservarse nada, sino implorando y confiando en la misericordia de Dios. El evangelista no nos dice si la mujer intentó defenderse o negar la acusación que se le hacía, pero una cosa está clara: aceptó sus pecados y confió en la misericordia de Dios, el Padre. El confesionario no es un lugar para ir a defendernos sino un lugar y un momento para desnudarnos para recibir el perdón y la misericordia de Dios.
La primera y la segunda lectura también hablan de nuestras actitudes hacia el pasado, el presente y el futuro. Pablo, por ejemplo, habla de cómo olvida sus errores pasados y sigue adelante para alcanzar su meta futura. Nosotros también debemos aprender a perdonar nuestros errores pasados, porque Dios también nos perdona. Luego, hay que proceder a aceptar las responsabilidades de ahí en adelante, como Pablo. Porque, aunque empezó como pecador, concluyó su vida como santo. Dice que se esfuerza por alcanzar el premio de la llamada celestial. Todos nosotros también necesitamos esta misma llamada celestial. Miremos a nuestro Señor Jesús crucificado y sigamos presionando por nuestro premio celestial. No hay otro premio que vale la pena que el premio celestial. Estamos invitados a seguir adelante con él.
La profecía de Isaías en la primera lectura, escuchamos a Dios diciéndonos: “No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo.” Dios está siempre dispuesto a perdonar nuestro pasado y a hacernos nuevos cada día. El domingo pasado fue el hijo pródigo el que volvió a su padre pidiendo perdón. Hoy nos toca a nosotros, como a la mujer sorprendida en el adulterio, confiar en la misericordia de Dios. Después de cada buena confesión volvemos como nuevos.
No olvidemos que el peor de los siete pecados capitales no es la lujuria, sino el orgullo. La soberbia de los fariseos no les hizo sentir la necesidad de pedir misericordia a Dios. Como la mujer en peligro, necesitamos admitir nuestros propios pecados y pedir misericordia en lugar de condenar a los demás. La humildad es confiar en la infinita misericordia de Dios para perdonarnos. El orgullo es sentir que no necesitamos la misericordia de Dios.