Mogón -Iznatoraf – Villanueva del Arzobispo

En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios

Josué 5,9-12, Salmo 33, 2Corintios 5,17-21, Lucas 15,1-2, 11-32

El mensaje central de este cuarto domingo de cuaresma es también el mensaje central de todo el tiempo cuaresmal: “la reconciliación.” El apóstol Pablo, en la segunda lectura, lo expresa con gran énfasis: “En nombre de Cristo os pedimos que os reconciliéis con Dios.” La reconciliación consiste en abandonar las viejas costumbres que ya no son sostenibles y adoptar nuevas virtudes que den vida. Puede que algunas de nuestras viejas costumbres no sean malas, pero representan sólo medidas temporales que eran necesarias en ese momento. Así, la idea de abandonar las viejas costumbres se refiere a la conciencia de crecimiento en nuestras vidas. Nunca podemos dejar de crecer ni de aprender, una vez que nos abrimos a las posibilidades que Dios ha dispuesto para nosotros. En la primera lectura de hoy del libro de Josué, leemos que cuando quedó claro que los israelitas se habían salvado de sus opresores, cesaron sus medios temporales de sustento. Sí, “cesó el maná” (Jos 5:12). ¡Tiempo de cultivar! Tiempo de adoptar nuevos hábitos. Y en la lectura del Evangelio, observamos que el hijo pródigo puede haber sido siempre pródigo incluso antes de salir de casa, pero la experiencia de la carencia le hizo abrazar una nueva virtud de humildad (Lc. 15:17-20). Este sentido de novedad es lo que caracteriza nuestra identidad cristiana, pues “si alguno está en Cristo es una creatura nueva” dice San Pablo (2Cor. 5:17). La pregunta sigue siendo: ¿Qué viejos hábitos estamos abandonando y qué nuevas virtudes estamos adoptando durante este tiempo de Cuaresma?

Dado que el mensaje central es la reconciliación, el cambio de nuestros viejos y malos hábitos, la lectura del Evangelio requiere una cuidadosa atención.  Pero quizás, la historia del Hijo Pródigo no necesita realmente ninguna elaboración. La respuesta más respetuosa es la reflexión personal. Para ayudar a esta reflexión, me gustaría subrayar los tres personajes principales de la parábola. En primer lugar, está el hijo menor, un muchacho impaciente que quería su herencia ya. No podía esperar a que el padre muriera. Dedos codiciosos, picazón en los pies, naturaleza sensual; queriendo vivir a lo grande, y al diablo con los mandamientos. Una vida basada en hacer lo que le apetece no es una historia desconocida. Ponemos excusas: “Claro que sí, mientras seas joven. Mientras te diviertas, y te mantengas a salvo.” Pero la felicidad se le acabó, y entró en razón. Y ese es el gran punto sobre él. Entró en razón. Realmente estaba arrepentido. Arrepentirse es lamentar estar en un lugar, querer estar en otro, y tener la voluntad y la determinación de llegar a él. Lamentar nuestros pecados, querer un tipo de vida diferente y tener la motivación y la determinación de cambiar. Bueno, él tenía eso. Fue agraciado con eso. “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti; ya no merezco llamarme hijo tuyo: trátame como a uno de tus jornaleros” (Lc 17, 19). Como digo, lo más importante de él es que reconoció sus pecados y quiso librarse de ellos. Estaba realmente arrepentido.

El segundo personaje es el padre, que estaba pendiente del regreso del hijo. “Cuando todavía estaba lejos, su padre lo vio” (Lc 15,20). Todavía lejos, un punto en el horizonte. ¿No significa eso que estaba pendiente de él, desde el día en que se fue, vigilando, esperando y rezando, como muchos padres? ¿No ilustra esto lo que el Padre Dios siente por cada uno de nosotros, lo mucho que le importamos, lo mucho que desea que volvamos? Y no se limitó a esperar al hijo, sino que salió corriendo a su encuentro se encontró con él a mitad de camino. Algunos creen que deberíamos llamar a esta historia “el Padre Pródigo.” Ser pródigo es ser derrochador o pródigo en el uso de las cosas. Pues bien, el padre se lanzó a perdonar. No de forma rencorosa o reprobatoria, sino en una explosión de pura generosidad y alegría: Matad al ternero, vamos a hacer una fiesta, el hijo está vivo de nuevo. El padre destaca por la prodigalidad de su perdón y la intensidad de su alegría: “Habrá más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente que por noventa y nueve personas rectas que no necesitan arrepentirse” (Lc 15,7).

El tercer personaje es el hijo mayor, tan enfadado por no haber podido entrar en el ambiente de la fiesta para celebrar el regreso de su hermano. Está indignado por el fácil perdón de su padre al pródigo que ha vuelto, y se niega incluso a entrar. Por supuesto, su enfado es bastante comprensible y es tratado con cierta simpatía por su padre, pero la actitud del hijo mayor ayuda a ilustrar lo mucho más indulgente o tolerante que es Dios que nosotros, y lo inclusivo, todo lo que abarca, es el abrazo del Padre. Incluye a los dos, a la roca y al vagabundo. “Hijo, tú estás siempre conmigo, y todo lo mío es tuyo; pero era preciso celebrar un banquete y alegrarse, porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado.”

Esta parábola se aplica a todos y cada uno de nosotros. Hay alguien que nos acoge y nos perdona incondicionalmente, alguien que quiere que tengamos plenitud de vida. Ese alguien es Dios, que no se cansa de extender a cada uno de nosotros su invitación a reconciliarse con él y con nuestros hermanos.