Génesis 22:1-2, 9-13, 15-18, Salmo 116, Romanos 8:31-34, Marcos 9:2-10

Un autor escribió que “todas las relaciones amorosas florecen sólo cuando hay libertad para desprenderse de lo que es precioso, para recibirlo de nuevo como un regalo.” No es fácil desprenderse de lo que es precioso. Cuanto más valioso es alguien para nosotros, más difícil es desprenderse de esa persona. Cuanto más atractiva es una persona para nosotros, más nos sentimos inclinados a poseerla. Sin embargo, en el esfuerzo por poseer a alguien podemos perderlo fácilmente. En el corazón de todas las relaciones amorosas está la libertad de dejar ir al otro y, al dejarlo ir, recibir al otro como un regalo. Los padres saben que llega un momento en que tienen que dejar ir a sus hijos o hijas, aunque sean más valiosos para ellos que cualquier otra cosa. Puede que tengan que dejarlos ir a otro país o a la persona que han elegido como futuro esposo/esposa. Sin embargo, al dejar ir a sus hijos, los padres descubren invariablemente que los reciben de vuelta como un regalo. 

En la lectura de hoy, Abraham se muestra dispuesto a dejar ir lo más preciado para él: su único hijo. Al estar dispuesto a dejar ir a su hijo a Dios, lo recibió como un regalo. A mucha gente le parece una historia muy perturbadora, porque presenta a Dios pidiéndole a Abraham que sacrifique a su único hijo amado como holocausto. Nos choca, con razón, la imagen de Dios pidiendo a un padre que sacrifique a su hijo de esta manera. Abraham vivió unos mil años antes de Cristo. En la cultura religiosa de aquella época no era raro que la gente sacrificara a sus hijos a diversos dioses. El punto de la historia parece ser que el Dios de Israel no es como los dioses paganos. Si Abraham pensaba que Dios le pedía que sacrificara a su hijo Isaac como la gente que adoraba a otros dioses, se equivocaba. Dios no le pedía esto a Abraham. Sin embargo, la voluntad de Abraham de abandonar lo más preciado para él si eso era lo que Dios le pedía, siguió siendo una inspiración para el pueblo de Israel. Él ya había mostrado su disposición a dejar a su familia y a su tierra natal al partir hacia una tierra desconocida en respuesta a la llamada de Dios.

La Iglesia primitiva entendió la relación entre Abraham e Isaac como una referencia a la relación entre Dios Padre y Jesús. Al igual que Abraham, Dios estaba dispuesto a dejar ir lo más preciado para él, su único Hijo, por amor a la humanidad. Dios estaba dispuesto a dejar ir a su Hijo hacia la humanidad, con todos los peligros que ello conllevaba. A San Pablo le llamó mucho la atención esta extraordinaria generosidad de Dios en favor nuestro, como dice en la segunda lectura: “Dios no se reservó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros.” Dios dejó que su precioso Hijo fuera a la humanidad, aunque las consecuencias de ello fueran el rechazo de su Hijo y, en última instancia, su crucifixión. Incluso después de que Jesús fuera crucificado, Dios siguió entregándonoslo como Señor resucitado. Cuando Pablo contempla este amor abnegado de Dios por nosotros, se pregunta en voz alta, en la segunda lectura, “Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?” Pablo está declarando que, si el amor de Dios por nosotros es tan completo, entonces no tenemos nada que temer de nadie. He aquí un amor que no tiene rastro de posesividad, un amor que nos hace amables.

En el Evangelio de hoy, Pedro, Santiago y Juan son llevados por Jesús a un monte alto, y allí tuvieron una experiencia divina que les dejó sin aliento. Fue una experiencia tan preciosa que Pedro no podía dejarla pasar. Quiso prolongarla y le dijo a Jesús: “Maestro, ¡que bueno es que estemos aquí! Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías.” Él y los otros dos discípulos tuvieron una visión fugaz de la belleza celestial de Cristo, y no quisieron dejarla. La belleza siempre atrae, nos llama. Sin embargo, Pedro y los demás tuvieron que desprenderse de esta preciosa experiencia; sólo pretendía ser momentánea. La recibirían de nuevo en la próxima vida como un regalo. Por ahora, su tarea era escuchar a Jesús: “Este es mi Hijo, el amado; Escuchadle.” Esa es también nuestra tarea. Nos pasamos la vida escuchando al Señor cuando nos habla en su palabra y en y a través de las circunstancias de nuestra vida; le escuchamos como preparación para ese momento maravilloso en el que le veremos cara a cara en la eternidad y podremos decir por fin: ‘es maravilloso estar aquí’.

Para concluir hace faltar comentar brevemente que en la Transfiguración se revela la verdad entera de Jesús. Es el Hijo Único de Dios, «el Hijo Amado», que para salvarnos se «anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo» (Flp 2,7), renunció voluntariamente a la gloria divina y se encarnó con carne pasible, haciéndose semejante a nosotros en todo excepto en el pecado. Las palabras que vienen desde la nube, semejantes al comienzo del primer Canto del Siervo del Señor del profeta Isaías (Isa 42,1) y a las del Bautismo de Jesús (Mc 1,11; Mt 3,17; Lc 3,22), señalan precisamente eso: que Jesús es el Hijo de Dios que cumple la misión salvadora del Siervo del Señor. El mandato, «escuchadle», proclama la autoridad de Jesús: sus enseñanzas, sus preceptos, tienen la potestad del mismo Dios: «Éste es mi Hijo, no Moisés ni Elías. Ellos son siervos, Éste es Hijo. Éste es mi Hijo, es decir, de mi naturaleza, de mi substancia, Hijo que permanece en Mí y que es totalmente lo que soy Yo. Este es mi Hijo amadísimo. También aquéllos son amados, pero Éste es amadísimo, por tanto, escuchadle. Aquéllos lo anuncian, pero vosotros tenéis que escuchar a Éste. Él es el Señor, aquéllos son siervos como vosotros. Moisés hablan de Cristo, son siervos como vosotros. El es el Señor, escuchadle» (S. Jerónimo, Commentarium in Marcum 6).

Y este Hijo amado de Dios encontramos siempre cuando estamos en la misa, en oración, en nuestros corazones y en los hermanos – “Este es mi Hijo, el amado; escuchadle”