
Dios escucha a los humildes de corazón
Eclesiástico 35, 12-14.16-19; Salmo 32; 2Timoteo 4, 6-8.16-19; Lucas 18, 9-14
Queridos amigos en Cristo, en este trigésimo domingo del tiempo ordinario, las lecturas nos recuerdan que Dios no escucha a los orgullosos, sino a los humildes. Nos invitan a mirar dentro de nosotros mismos, a vivir con honestidad, humildad y confianza en la misericordia de Dios, que nunca falla.
La primera lectura es del libro de Eclesiástico (o Siracida), escrito durante el periodo del Segundo Templo. Una época de la historia judía, alrededor del año 200 a. C., en la que la cultura y las ideas griegas estaban cambiando la sociedad y muchos judíos se preguntaban cómo permanecer fieles a Dios. Era una época en la que mucha gente creía que la riqueza y las ofrendas podían ganarse el favor de Dios. Este escritor quería ofrecer una sabiduría práctica arraigada en la tradición de Israel, mostrando a la gente que Dios es justo y no se deja influir por la riqueza ni el poder. Proclamó con valentía que Dios no puede ser sobornado. Es un Dios de justicia, que escucha especialmente a los pobres, a los huérfanos y a las viudas. Los poderosos pueden pensar que su influencia les da un acceso especial al cielo. Pero dice claramente: «La oración de los humildes atraviesa las nubes». Es decir que Dios escucha y responde a los gritos de los que sufren. Significa que nadie es demasiado pequeño o demasiado olvidado para ser escuchado por Dios. Cuando clamamos a él en el dolor, la confusión o la soledad, él nos escucha.
Puede parecer que Dios permanece en silencio durante un tiempo, pero esta lectura nos asegura que Dios no tardará en actuar. La justicia puede tardar en llegar, pero algún día lo hará. Nos invita a evaluar cómo tratamos a las personas vulnerables de nuestro entorno. ¿Somos justos y equitativos con los demás? ¿O ignoramos sus gritos? Nos invita a confiar en que Dios siempre escucha a los humildes, incluso cuando parece que no pasa nada. Cuando nos sentimos impotentes o agraviados, como la viuda del pasaje, nuestras oraciones sinceras importan. Llegan a Dios. Este pasaje nos anima a orar con humildad y a cuidar de los necesitados, confiando en que la misericordia de Dios se abre paso incluso en los momentos más áridos.
En la segunda lectura, el apóstol Pablo escribe una carta de despedida. Sabe que su vida está llegando a su fin y mira hacia atrás no con pena, sino con profunda paz. Considera toda su vida como una ofrenda a Dios. Ha luchado la buena batalla, ha terminado la carrera y ha conservado la fe. No son palabras de soberbio, sino de gratitud. Pablo reconoce que su fuerza provenía únicamente de Dios. La corona de justicia de la que habla no es una recompensa por sus logros, sino un regalo del Señor, que es fiel. Pablo sabe que la justicia de Dios está llena de misericordia. La misma corona espera a todos los que permanecen fieles a Cristo hasta el final. Pablo también recuerda cómo todos lo abandonaron cuando se enfrentó al juicio y prisión. Sin embargo, no guarda rencor ni amargura. En cambio, dice: «Que no se les tenga en cuenta». Su corazón refleja el corazón perdonador de Cristo. Añade: «Pero el Señor estuvo a mi lado y me dio fuerzas». Incluso cuando el apoyo humano falló, la presencia de Dios nunca lo abandonó. Las palabras de Pablo nos recuerdan que la fidelidad es más importante que el éxito o el reconocimiento. Al igual que él, estamos llamados a correr la carrera de la vida con perseverancia y amor, confiando en que Dios completará lo que comenzó en nosotros. Habrá momentos en los que otros nos fallen o en los que nos sintamos solos. Pero esos son precisamente los momentos en los que Dios está más cerca. Pero ¿qué le dio a Pablo tanta confianza al llegar al final del camino? Vivió una vida de humildad y temor de Dios. Si ya estamos viviendo una vida buena y humilde, no debemos detenernos. Por el contrario, debemos luchar hasta el final y cruzar la línea de meta. Así, también nosotros podremos decir con confianza: He luchado la buena batalla, he terminado la carrera, he conservado la fe. Porque el Señor que estuvo con Pablo, sin duda también estará con nosotros.
Un fotógrafo pasó horas intentando capturar una puesta de sol perfecta. Por muchas fotos que hiciera, las imágenes salían borrosas y sin brillo. Frustrado, culpó a la iluminación, a la cámara e incluso al tiempo. Entonces, un amigo le señaló en voz baja: «Tienes la lente sucia». El fotógrafo la limpió y, de repente, consiguió la foto perfecta. El mundo volvió a parecer claro y hermoso. El problema no estaba fuera, sino en su lente. En el evangelio de hoy, Jesús cuenta la parábola de dos hombres que fueron al templo a rezar: un fariseo y un recaudador de impuestos. El fariseo se puso de pie con confianza, enumerando sus buenas obras y expresando su superioridad sobre los demás. El recaudador de impuestos, sin embargo, se mantuvo a distancia. Ni siquiera levantar la vista al cielo, pidió perdón. Jesús deja claro que fue el recaudador de impuestos, y no el fariseo, quien regresó a casa justificado ante Dios. Esta parábola pone de manifiesto la forma en que a menudo nos comparamos con los demás. Es muy fácil ver lo que está mal en otra persona, pero mucho más difícil enfrentarnos a nuestros propios defectos. El fariseo utilizó la comparación como una forma de sentirse justo. Pero el recaudador de impuestos miró dentro de su alma y se dio cuenta de que la humildad era su único camino. Jesús nos recuerda que los que se exaltan a sí mismos serán humillados y los que se humillan a sí mismos serán exaltados.
La oración del recaudador de impuestos puede haber parecido insignificante y breve, pero era sincera. Dios honra ese tipo de sinceridad. El reto es vivir esto a diario. ¿Cuándo fue la última vez que miré a alguien y me sentí superior? Antes de sacar conclusiones precipitadas sobre la vida, las decisiones o el ritmo de alguien, ¿qué pasaría si nos detuviéramos a recordar nuestro propio camino? ¿Qué pasaría si nuestras oraciones, en lugar de declarar lo buenos que hemos sido, comenzaran con gratitud por la paciencia de Dios con nosotros? Esta parábola nos invita a orar no como el fariseo que mira a su alrededor, sino como el recaudador de impuestos que mira dentro de sí mismo. Dios no busca personas perfectas. Busca corazones honestos. Cuando reconocemos nuestras debilidades, descubrimos su misericordia. Cuando dejamos de juzgar a los demás, comenzamos a mirar más profundamente. Esta semana, intentemos limpiar nuestra lente interior. Oremos menos por las faltas de los demás y más por nuestra propia necesidad de misericordia. Porque es el corazón humilde el que encuentra la paz y vuelve a casa justificado ante Dios.