01.10.2023 – Villanueva del Arzobispo – Iznatoraf

Conversión es mantener la mente abierta
Ezequiel 18,25-28, Salmo 24, Filipenses 2,1-11, Mateo 21,28-32
Un tema común a las tres lecturas es el del cambio de mentalidad. Nuestra capacidad de cambiar de opinión nos deja expuestos al peligro y a la esperanza; peligro cuando optamos por “renunciar a nuestra integridad y cometer pecado, esperanza cuando optamos a renunciar al pecado para convertirnos en personas respetuosas y honestas” (Isaías).
El evangelio de hoy de San Mateo nos muestra la nobleza de un humilde cambio de opinión. El primer hijo “pensó mejor”. Estaba abierto al cambio, a pensamientos mejores. El segundo hijo estaba decidido y cerrado. La capacidad de cambiar de opinión es esencial para toda relación sana. Una mente cerrada, ya sea por orgullo, terquedad o estupidez, tiende a destruir todas las relaciones; por ejemplo, cuando nos negamos a admitir un error, cuando no estamos dispuestos a disculparnos y a cambiar nuestra forma de actuar, cuando persistimos en los prejuicios contra una persona o un grupo, cuando creemos que lo sabemos todo.
La segunda lectura, de la Carta de Pablo a los Filipenses, habla de un cambio de mentalidad más específico y positivo: “en vuestra mente, debéis ser iguales a Cristo Jesús,” o como dice una traducción más antigua, “que haya en vosotros esta mente que hubo en Cristo Jesús.” Esta es la dirección en la que debemos estar cambiando constantemente nuestras mentes día a día.
Pablo subraya un aspecto en particular de la mente de Cristo: su humilde apertura y vaciamiento de sí mismo, en contraste con el engreído aferramiento de Adán: “no se aferró (o aferró) a su igualdad con Dios (como Adán en el Edén), sino que se despojó de sí mismo…”
Desde Adán, todos nacemos aferrados. El niño recién nacido tiene que agarrarse con fuerza, y a medida que crecemos el agarre suele hacerse más fuerte. El aferramiento impregna toda la vida; nos aferramos a las personas (posesividad); a las cosas (codicia); al poder y a la posición (ambición); nos aferramos a las opiniones (soberbia – orgullo). La persona aparentemente fuerte que se aferra agresivamente a formas o ideas fijas, en realidad está llena de miedo. Fíjate en tus reacciones físicas ante el miedo: te aferras a algo o a alguien, como un niño asustado se aferra a su madre.
En la tradición budista, el aferramiento se considera la raíz de todo sufrimiento. Cuando uno se siente infeliz, puede ayudarle plantearse la pregunta: “¿A qué me estoy aferrando?”. Puede ser una idea, un plan, una expectativa, el poder, las posesiones, la reputación, un lugar, una persona, la salud, incluso la vida misma. Todas las tradiciones sabias recomiendan aferrarse ligeramente a todo. Aferrarse con ansiedad conduce a la miseria. En cuanto empezamos a relajar nuestro agarre y a soltar, empezamos a ser libres y felices. (“Dejar ir” es un equivalente moderno útil de “vaciarse de sí mismo”).
Jesús no se aferró. Sabía que se podía confiar en la realidad, porque en el corazón de la realidad está el “Abba-Padre querido”, y que debajo de todo, incluso de la muerte, están los brazos eternos. Por eso, no se aferró ni siquiera a la vida, “aceptando la muerte, la muerte de cruz”. “En tus manos encomiendo mi espíritu”. Que haya en nosotros este sentir que hubo en Cristo Jesús.