24.09.2023 – Villanueva del Arzobispo – Iznatoraf

¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno? La maravilla de la generosidad de Dios
Isaías 55,6-9; Salmo 144,2-3.8-9.17; Romanos 1,20-24.27; Mateo 20,1-16
“Amigo, no te hago ninguna injusticia. ¿No nos ajustamos en un denario? Toma lo tuyo y vete. Quiero darle a este último igual que a ti. ¿Es que no tengo libertad para hacer lo que quiera en mis asuntos? ¿O vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?” (Mt 20, 13-15).
En el evangelio de hoy, Cristo nos plantea un dilema. ¿Cómo podía el patrón pagar a todos la misma cantidad? Era difícil de entender para el primer grupo de obreros, como lo sería para la mayoría de nosotros hoy. La clave para entender la actuación del dueño de la viña en esta parábola está en la primera lectura de hoy. Dios nos recuerda a través de la profecía de Isaías que “Mis planes no son vuestros planes, y mis caminos no son vuestros caminos”.
Lo que vemos en el evangelio de hoy es sencillamente la justicia de Dios. Su justicia se rige por su generosidad y su amor incondicional por todos. Su acción hacia el último grupo de trabajadores muestra que no actúa según la estricta justicia o la economía de mercado. Está motivado por el amor y la generosidad hacia todos los que responden a su invitación. A todos nos ha hecho la misma invitación inmerecida. Pagará el mismo salario a todos porque su amor es incondicional. Su recompensa no depende de cuándo llama a cada uno, sino de su amor generoso e inimaginable por todos.
Lo que cuenta en la viña de Dios no son los años de servicio, sino la diligencia de corazón como elegido. Todos los hombres son igualmente preciosos para Dios, no importa cuándo hayan entrado. La recompensa de Dios para todos en Su reino es ésta: Su gracia extendida a todos los que respondieron fielmente a Su invitación divina. Finalmente, lo que importa es que el Señor está cerca de todos los que responden a su invitación. No importa cómo ni cuándo. Su amor es para todos.
A veces, nos volvemos como aquellos primeros jornaleros que comparaban su salario con el de los últimos jornaleros. A veces comparamos, nos quejamos, criticamos y envidiamos la generosidad de Dios hacia los demás. Compararse con la buena fortuna de los demás está destinado a traernos mucha miseria. Si realmente queremos hacer la comparación, entonces deberíamos más bien compararnos con los que son menos afortunados. Se cuenta la historia de un hombre que acababa de perder su trabajo, sentado abatido en su balcón y viendo pasar a la gente, cuando sus ojos contemplaron a un mendigo que rebuscaba en la basura algo de comida. El hombre del balcón se sintió agradecido y feliz de que al menos tuviera suficiente para comer y no se viera reducido a lo que hacía el mendigo. El mendigo vio a un cojo que cojeaba con muletas y se sintió feliz de que tuviera todos los miembros intactos. El tullido vio cómo llevaban a alguien en silla de ruedas y se consideró afortunado de que al menos pudiera moverse por sí mismo. La persona en silla de ruedas vio cómo un vehículo funerario se llevaba un cadáver y dio gracias a Dios por estar vivo.
Esta historia se convierte en una lección práctica que puede librarnos de algunas envidias innecesarias fruto de nuestras comparaciones. La segunda lectura de hoy (Flp 1,20-24.27) nos reta a apreciar nuestra situación sin comparaciones. El apóstol Pablo dice: “Cristo será exaltado en mi cuerpo, ya sea con la vida o con la muerte. Porque para mí la vida es Cristo, y la muerte es ganancia.” Los que madrugan, los que llegan tarde, los que no tienen trabajo, todos tienen mucho que agradecer y que esperar. Incluso los muertos pueden ahora estar agradecidos porque ya no estarán enfermos, porque estarán con Cristo para siempre, disfrutando de la alegría eterna.
La misericordia de Dios es sin medida, de modo que incluso los que llegan tarde a su viña serán acogidos por su amor infinito. Todos podemos identificarnos con esos trabajadores de la undécima hora, a los que el dueño de la viña trata tan bien. Porque, como dijo Isaías, Dios nunca ignora las necesidades y las oraciones de los humildes de corazón. Sigamos buscando al Señor mientras se le puede encontrar, abandonando nuestros malos caminos y volviendo a Él con rectitud.