17.09.2023 – Villanueva del arzobispo -Iznatoraf

Sir 27.30-28.7, Salmo 102, Rom 14.7-9, Mateo 18.21-35
El perdón como virtud cristiana
Todos hemos sido heridos de una u otra manera en el camino de la vida: un profesor se burló de nosotros en la escuela, no nos invitaron a la boda, no conseguimos el trabajo que pensábamos que deberíamos haber conseguido, o en un nivel más serio, fuimos traicionados por alguien en quien confiábamos, abusaron de nosotros física o sexualmente, y así sucesivamente.
Sheila, torturada en Sudamérica, decía “Nunca le diría a alguien ‘tienes que perdonar’. No me atrevería. ¿Quién soy yo para decirle a una mujer cuyo padre ha abusado de ella o a una madre cuya hija ha sido violada que debe perdonar? Sólo puedo decir: “Por mucho que nos hayan hecho daño, por muy justificado que esté nuestro odio, si lo abrigamos, nos envenenará… Debemos rezar para tener el poder de perdonar, porque es perdonando como sanamos”. Nelson Mandella recordaba continuamente a sus compañeros de prisión en Sudáfrica que, a menos que se desprendieran de sus heridas, permanecerían en las garras de sus agresores.
Si no perdonamos, nos hacemos más daño a nosotros mismos que a los demás. Seguramente esto es lo que Jesús tenía en mente cuando contó cómo el siervo despiadado fue arrojado a la cárcel cuando se negó a perdonar a su consiervo. No creo que estuviera sugiriendo que Dios cancelaría su misericordia. Simplemente está diciendo que un espíritu que no perdona crea su propia prisión. Construye muros de amargura y resentimiento y no hay escapatoria hasta que llegamos a perdonar.
Perdonar y dejar ir no es fácil, sobre todo cuando la herida es muy profunda. Además, debemos aprender a perdonarnos a nosotros mismos. Imagina que eres responsable de algo muy grave. Conduces un coche bajo los efectos del alcohol. Hay un accidente y muere un joven. Esa vida no se puede recuperar. Para cada vez más personas hay algo en el fondo, algún esqueleto en el armario: un matrimonio roto, un aborto, un embarazo fuera del matrimonio, una relación rota, un error grave. Y muchos de nosotros no creemos que haya otra oportunidad, y mucho menos siete veces setenta oportunidades. Esta no es la enseñanza de Jesús. Dios no sólo nos da otra oportunidad, sino que cada vez que cerramos una puerta nos abre otra.
El Señor nos reta a no cometer errores graves que nos dañen, pero también nos dice que nuestros errores no son para siempre -ni siquiera son para toda la vida- y que el tiempo y la gracia limpian, que nada es irrevocable. El odio y el resentimiento son cánceres morales que corroen nuestro entusiasmo por hacer el bien. Una apelación a la justicia estricta no basta para resolver el dilema, ya que sacarle un ojo a otro no cura realmente la pérdida del ojo propio, y la venganza no puede saldar realmente la cuenta de un agravio. Pero el perdón es una virtud difícil de conseguir y mantener. Podemos sentir el problema en la pregunta que Pedro hace hoy a Jesús: “¿Cuántas veces debo perdonar?”. Y aunque su propuesta de “siete veces” se utiliza como una redonda disposición simbólica a perdonar “tanto como sea humanamente posible perdonar”, Jesús sugiere que debemos ir aún más lejos, ya que Dios perdona “setenta siete veces” (o setenta veces siete veces.) El perdón no es una cuestión de con qué frecuencia o cuántas veces, sino que refleja la interminable disposición de Dios a perdonar. Su perdón no tiene límites.
Y la pregunta que nos hacemos hoy todos y cada uno de nosotros es “¿cuántas veces has perdonado en el pasado? ¿Y cuántas veces estás dispuesto a perdonar?